Memorias de un aborigen

23 agosto, 2014 § 2 comentarios

Zombies mirando unas obras

Gente mirando unas obras (foto encontrada en internet, no figura el autor)

Tuve que ir a hacer unas gestiones (es decir, a hacer cola para quejarme) a un banco que estaba frente por frente de la Sagrada Familia, ese lugar donde debería estar realmente la sede central de la librería Gigamesh aunque también sería perfecto medio sumergido en el mar como reserva marina, y no pude menos que volverme loco con la ingente cantidad de palurdos teledirigidos (miles) que te impiden cruzar un semáforo con la mínima seguridad de que no se darán la vuelta de golpe y tropezarán contigo para pisotearte a continuación  si el guía ha dicho MacDonalds en lugar de lo que habían creído oír todos.

El edificio no está mal, Druillet le hubiera sacado partido, y en Capadocia no han sabido sacarle partido en absoluto.

Aquí sí.

Bueno, no hay más. Todos los barceloneses deberían ir un día al año a la Sagrada Familia a ver lo que se cuece allí. Nadie se imagina lo que es aquello. Lo recomiendo absolutamente. La zona está quemada y la gente que trabaja en la zona arde igualmente. En los comercios normales, perdón, no hay comercios normales, quiero decir en los no-sitios como los bancos, hay letreros hechos a mano y con muy mala leche donde pone «NO TICKETS SAGRADA FAMILIA». Es una zona caliente.

Es como ese momento de la migración de los ñus, cuando un millón de individuos remolonea dudando sobre si ya es el momento de saltar al río de los cocodrilos o todavía no. Esperan que alguien se lo confirme o quizá están siguiendo las indicaciones del realizador de National Geographic que les está diciendo que todavía no han entrado en plano. Los cocodrilos se impacientan. Se masca la tragedia.

También vale la pena constatar que los comercios «normales» han dejado de existir por múltiples razones mutlinacionales pero también por una reconversión que ya lleva años, hasta llegar a la llamada industria del souvenir.

Souvenir: recuerdo. Evidentemente, si vas a un sitio que te produce una experiencia que vale la pena recordar, es posible que te lleves una hoja de árbol dentro de un cuaderno, una piedra, un insecto muerto para una colección entomológica, la tarjeta de un burdel encontrada en una cabina telefónica, un palillo con una banderita suiza en la punta, una pegatina sobre la recogida de basuras en Oslo que nadie comprenderá cuando la vea en tu nevera o la concha de una vieira para poner el jabón. En las ciudades se hacen esas cosas, tengo un montón de objetos extraños que me recuerdan momentos significativos.

Veamos esto con más atención: No importa qué te lleves de allí, lo importante es que te lleves algo que te recuerde haber estado allí. Y debes haberlo visto allí para que te recuerde cuando has estado allí. Ya podrías estar visitando la gran pirámide de Gizeh, que si al salir hubiera solamente tenderetes donde vendieran reproducciones de la Venus de Milo, te la comprarías para recordar aquella visita a la fabulosa construcción. Y si estuvieras en Atenas viendo el templo de Atenea Niké y nada más salir te encontraras con chiringuitos de venta de fósiles del precámbrico, te harías con uno. Los circuitos sinápticos de tu cerebro sufrirían un leve estremecimiento al conectar significado y significante pero el campo simbólico daría el visto bueno y algún neurotransmisor proporcionaría energía emocional al asunto.

Puede que unos meses después, cuando quieras rememorar aquella visita a la pirámide, te recrees con algún video o alguna fotografía suya, convencido de que tú la viste mucho más estropeada, pero siempre que repares sobre la miniatura de la Venus de Milo sobre tu escritorio te acordarás de la temperatura, el tipo de diarrea que tenias aquellos días y lo que pensabas del pelmazo de tu cuñado. Funciona así.

Así que no nos debería extrañar lo que pasa en la Sagrada Familia porque, si bien en los viejos tiempos del descubrimiento de lo otro, el arqueólogo, explorador o hiperactivo de turno, regresaba de su exploración con la reliquia, el objeto perdido, sagrado y en cualquier caso, autóctono, aborigen, robado a la tierra que había hollado, que identificará siempre su conexión con su procedencia en base al hecho de que ha sido arrancado del lugar genuino y un vínculo romántico une el aquí con el mito y la experiencia (lo siento, la frase es larguísima), el turista de la Sagrada Familia se lleva lo que puede de un sitio que no tiene nada que ver con lo que se lleva y mucho menos lo que se lleva tiene nada que ver con el sitio. Es otra clase de ciencia. Y finalmente, está la certeza de que el comercio normal se ha convertido en tiendas donde venden sombreros mexicanos, camisetas del Barça, carteles de toros donde puedes poner tu nombre al lado de José Tomás y muchísimas cosas más, tan espantosas como abanicos y todo tipo de objetos kitsch que no parecen tener mayor utilidad que usarlos como arma para tirárselos a alguien a la cabeza.

Todo ello es aceptable. Sería mucho peor que se llevasen la Sagrada Familia a trozos. Reconstruir algo que aún no está terminado toca mucho las narices. Por eso, mejor pensar que cada sombrero mexicano en Barcelona, según la teoría del caos, es una barretina en Tokio o, al menos, un elemento de distorsión que contribuye al ruido blanco que emite esta ciudad: todas las frecuencias a la vez y de forma aleatoria.

Entiendo al turista con sombrero mexicano haciendo cola en MacDonalds con el tiquet de la Sagrada Familia en el bolsillo y la cámara colgada del cuello. Constituye una evidencia. He hecho un esfuerzo, he penetrado en su mentalidad estacional y he comprendido las condiciones de flujo que determinan el deambular de su manada. He extrapolado estos datos a las otras manadas que ramoneaban en las inmediaciones del edificio fetiche y me he podido hacer una idea de sus rutinas, sus relaciones y su actitud ante el destino. Ello me ha enternecido. Incluso les he avisado cuando alguien les iba a robar el bolso (no sé qué pensarán de mí los cocodrilos, al fin y al cabo esto es una cadena trófica).

Pero me he quedado pensando en una cosa, quizá sea un capricho pero, así como antes los exploradores llegaban a tierras lejanas y ofrecían abalorios a los indígenas, ¿cómo es que ahora somos los indígenas los que ofrecemos abalorios a los exploradores? Algo falla, y pienso averiguarlo.

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